
Ya sabemos que Pixar es la productora de animación más humanista, la que insufla más humanidad a los dibujitos por ordenador, cuyos personajes bien escritos te hacen olvidar que no son gente real. Eso es el cine, y Pixar realiza productos tan cinematográficos como cualquiera de imagen real. Hay sensibilidad, matices, expresividad apabullante en cuatro trazos. Para mí, toda la historia introductoria que transcurre en el planeta chatarra en el que se ha convertido la Tierra, es lo mejor, porque se nos muestra los restos de la civilización humana, y como sus productos culturales son reciclados y disfrutados por esa maravillosa creación llamada Wall-E. Que después este replicante con alma se enamore de una robota de alta tecnología, o que vaya al interior de una gran nave espacial donde viven los descendientes de la humanidad, gordos, acartonados y atrofiados por el uso de la tecnología robotizada y de un mundo consumista, está también bien, pero no aportan tanto a la carga ecologista y sensata que se nos muestra en el planeta-estercolero.
Pixar está a la altura de los mejores clowns, autores teatrales y bailarines, en el sentido que estos dan a artefactos narrativos o expresivos donde reflejan la verdad humana.
El cine de animación, aparte de sus logros tecnológicos increíbles, ha llegado a convertirse en una de las bellas artes que superar su propio valor de entretenimiento. Y Wall-E, dentro del mundo del cine, estará al lado de aquellas películas que la misma cinta muestra en ese museo audiovisual del pasado, como homenaje al arte popular creado por el hombre, quizá una de las pocas cosas que quedarán de nosotros cuando desaparezcamos de la faz de la tierra.
*No es lo mismo ver esta película en un cine de invierno que en otro de verano en las noches de Córdoba, en el cine Coliseo, dentro de un patio de vecinos de toda la vida en el casco viejo de la ciudad, mirando el cielo, comiendo patatas fritas, disfrutando de ser un niño como antes.
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