
Una pequeña obra maestra francocanadiense. Cine puro, con mucha personalidad. Nada que envidiar a Almodóvar ni a Las Invasiones Bárbaras ni al Jesús de Montreal de Denis Arcand. Madurez artística de un chaval de veintipocos años. No sé qué me pasó en un momento determinado de la película, porque este autor supo tocar las teclas adecuadas de la emoción, y comencé a llorar como una magdalena. Fue sólo una frase dicha por una de las protagonistas, la madre-Mommy.
Pero quisiera destacar el papel de la vecina, eje vertebrador, ojo del espectador, que sale transformado por esa pareja problemática y desquiciada compuesta por la mami y su hijo del alma.
Atentos a la ventana-cuadrado que forma los límites del fotograma, que se encoge y ensancha en función del estado de ánimo de la historia. El cine es emoción y poca intelectualidad. Podría ser un culebrón, una historieta de Mujeres desesperadas o al borde de un ataque de nervios, pero es mucho más. Es una historia de madres.
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