
Russell Crowe no es Ridley Scott ni Peter Weir, eso lo tenemos claro. Puede haber mamado algo de ellos, pero poco. Esta película, un capricho de granjero con ínfulas, por lo menos no aburre, aunque cae en el ridículo varias veces. A Olga Kurylenko no se la cree nadie como recepcionista de hotel turca, y la historia del niño, el hijo de Olga, es sentimentaloide. Hay una escena de agonía en el campo de batalla que no solo es que sea cruel, sino que llega a convertirse en cómica por su exageración. Crowe parece tener algo de sentido pictórico en un par de imágenes más elaboradas, y homenajea a Lawrence de Arabia en la secuencia del ataque del tren en el paisaje semi-desértico, además de que no es desechable (ATENCIÓN SPOILER) el encuentro con el hijo vivo en una iglesia cristiana derruida, quien convertido en artista, trata de restaurar los frescos de las bóvedas. Pero son anécdotas en una cinta primaria, irregular, torpona, melosa y pazguata. Lo mejor, que intenta ser justo con el lado turco de la historia bélica, aunque se queda en políticamente correcto, y que su posición es de antibelicismo. A pesar de la película, el argumento hace reflexionar sobre el absurdo de la guerra y el patriotismo, y de como algunas veces, los verdugos sienten remordimientos. También, acerca de que, aunque se haya perdido mucho, todavía es posible comenzar en otro sitio, en otro lugar, con otras personas...
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