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PADRE, MADRE,..HERMANO..

Se intuye que EL ÁRBOL DE LA VIDA debería tener una duración de tres ó cuatro horas, para ser redonda del todo. A veces abrupta y tosca, como una videocreación, como una mente hiperactiva que quiere contar demasiadas cosas y no sabe muy bien como ordenarlas, esta irregular obra distinta, por momentos maravillosa y verdadera, que llega profundamente a la emoción, que recurre a la simbología onírica: puertas que se cruzan, ascensores hacia lo elevado, el mar, puentes que unen el más acá con el más allá y mundos lejanos sobrecogedores, merece muchos análisis y conversaciones a la salida de la sala. Primero el final, totalmente felliniano de 8 y medio (que inventó un género en sí mismo, la autobiografía onírica del artista), que te saca de la historia, aunque te la cierra con cierto sentido, y mezcla a los vivos con los muertos, como en el baile jocoso alrededor de la pista de lanzamiento de ese cohete que nunca se ve en la película maravillosa de Fellini. ( Y pienso en el final de Gattacca, con esos astronautas-ejecutivos, sentados dentro del misil-cohete que les lleva hacia las alturas, en esa metafísica imagen del super-hombre (mejorado) a la manera soviética ó filonazi). Segundo, el principio, cuando la madre explica los dos caminos que sigue el hombre, el de la divinidad o el de la naturaleza, aparentemente enfrentados, y que representan los dos progenitores. Ella, piadosa, sumisa y generosa. Él (un brillante Brad Pitt que borda un papel poco agradecido), que intenta enseñar con dureza la cara menos amable de la existencia a sus hijos, para que sean fuertes y puedan sobrevivir. Grandilocuente a la manera de un Kubrick redivivo, pedante a veces pero nunca superficial ni indiferente, muestra el inicio y el final de todas las cosas que conocemos, con la pregunta que muchos humanos han arrojado a dios desde el comienzo de la espiritualidad y el temor a la vida. Si existes, ¿por qué nos envías estas penurias? Si dices que somos tus hijos y nos amas, ¿por qué nos haces daño? Cuando se contemplan las imágenes inmensas e inabarcables de un universo poderoso y destructor, donde el hombre no es nadie, se siente temor y sobrecogimiento, como se nos ha enseñado en la tradición judeo-cristiana. En un sermón del pastor (presumo que protestante) de la iglesia donde van los protagonistas, éste cuenta la historia del Santo Job, que amaba a dios aunque éste no le enviara más que penuria y sufrimiento, y enseña que incluso, en el padecimiento, dios no te abandona, es justo ahí donde se nota su presencia, y eso nos hace mejores. Puede entenderse desde ambos ámbitos, desde la pasiva resignación ante fuerzas naturales que uno no controla, o la motivación para luchar que da la adversidad para sobreponerse a ésta. El padre, que es ese dios cariñoso y a la vez terrible para sus hijos (el dios judeocristiano), una vez que conoce la adversidad, pierde el trabajo ó lo degradan, se vuelve humilde y le dice a su hijo mayor que él no es nadie y que ellos son lo mejor que ha hecho en la vida. Ignoro si Terrence Malick es creyente o agnóstico, ateo creo que no debe ser, pero esta película es profundamente religiosa y espiritual al plantear la esencia misma de la vida humana sobre el planeta, y su sentido, si lo tiene, para aún permanecer sobre su superficie. Lo que no tengo muy claro es si las dos vías, la divina (espiritual y generosa), y la natural (egoísta, materialista y de pura supervivencia, según la película), sean dos caminos divergentes, porque las especies, si quieren sobrevivir a un entorno hostil, muchas veces provocado por ellas mismas, también pueden colaborar entre sus distintos miembros y fomentar el altruismo y la solidaridad. No es algo exclusivamente humano, las plantas y los animales lo hacen. ¿Qué esté Dios ahí?
Eso ya no lo sé, que cada uno, según sus creencias, formule su propia respuesta.

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